Fuego en la Montaña
Como siempre y por inveterada costumbre, esa noche en el Refugio había sido el último en acostarme. Mis compañeros de dormitorio, distribuidos en lechos individuales en las largas tarimas de la espaciosa sala y en las literas del cuartito de Directores, donde yo y mi hijo estábamos, ya dormían, a juzgar por las respiraciones acompasadas que se sentían y este o aquel moderado ronquido. Eran casi las 2 de la madrugada, hora en que se levanta el viento, el que remonta desde el Cajón del Maipo por los cordones de La Vela y de Los Quempos y pasa por Lagunillas.
En ocasiones, en pleno invierno, cuando algún temporal se descargaba sobre la zona, las violentas ráfagas remecían y hacían crujir las aceitadas maderas de la construcción y hasta lograban hacer oscilar la pesada campana colgada afuera, la que emitía entonces tímidos toques aislados, como “santo y seña” tranquilizador, en medio de la borrasca.
Pero esa noche era sólo susurrante de brisa, helada eso sí, por la nieve que nos circundaba. Como tantas otras veces, yo había prendido una vela. Al notar que se detenía el motor de la luz, con la que terminé de preparar mi cama para tenderme y fumar el último cigarrillo. Después de eso, sabía que me escurriría dentro del saco de dormir y echaría a vagar mi mente por conocidos contornos del lugar, en tanto me cogía el sueño, a veces, este demoraba en llegar y el imaginario recorrido solía llevarme lejos, incluso hasta el pie mismo del lejano Piuquencillo.
Esta vez fue distinto. Mis pensamientos, sin salir del Refugio, se mantuvieron aferrados al gran comedor adosado a la planta baja, donde solo una hora antes aún bullía la alegre fiesta conque, en día Patrio acostumbrábamos a despedir la temporada de invierno, en vísperas de las últimas pruebas de esquí. Era la reunión tradicional y a ella concurrían todos los camaradas de montaña que se hallaban esa noche en Lagunillas. Se había cantado, reído, bailado y organizado rondas, con el entusiasmo de costumbre, disfrazándose todavía algunos, para dar más colorido al festejo. Un grupo de nuestras compañeras de Club se había presentado sorpresivamente como “Equipo de Fútbol”, con entrenador, réferi, fotógrafo disparando flash y todo, cuyas masculinas vestimentas, rídiculamente holgadas para su femenil tamaño causaron por sí solas jocosidad y los aplausos de todos. Más, como era habitual también, el jolgorio había terminado puntualmente a la una de la madrugada, para dar tiempo al descanso de los que harían de competir al día siguiente.
Todos los visitantes se habían ido alegremente, alumbrando los nevados senderos con sus linternas y abrigados con sus vistosas parcas y gorros de montaña, y escuchándoseles por un rato sus amistosos adioses, sus risas y conversaciones, mientras se encaminaban a sus propios refugios. Los de casa, contentos de no tener que salir a afrontar el frío de la noche para irnos a la cama, nos retiramos también prontamente a los dormitorios, unos al de las tarimas, las otras al privado del tercer piso. Media hora después había cesado todo trajín, quedando sólo uno que otro retrasado en los servicios sanitarios. Yo, antes de acostarme y apagar la vela, me alcé todavía para acomodar los cobertores de la litera superior donde dormía profundamente mi muchacho, un chico de 11 años entonces (Humberto Espinosa), quien por haberle sido demasiado prolongada la velada, se había acostado sin desvestirse, lo que no merecía ningún reproche, porque yo a su edad y en parecidas circunstancias, habría hecho lo mismo.
Apagué el cigarrillo, soplé la vela y me dispuse a dormir, y aunque runruneaba todavía en mi cabeza la reciente fiesta, el grato calorcillo del saco de plumas pronto hizo su efecto y empecé a hundirme en el blando sopor del sueño. Ya parecía haberme entregado definitivamente, cuando, en un repentino sobresalto, me pareció sentir una alterada voz femenina que gritaba algo desde la mampara de entrada, intentando despertarnos a todos. Como no reaccionamos de inmediato, la enrarecida voz se hizo oír de nuevo con mayor fuerza y apremio, y entonces sí que oímos la angustiada alerta: ¡levántense muchachos! ¡levantense que se está quemando el Refugio…!

Siendo que todo se mantenía oscuro aún, saltamos hacia la pequeña ventana del dormitorio que daba al exterior desde lo alto, que ya mostraba reflejos, la que al abrirla puso en evidencia la magnitud del siniestro. Por la fuerza que había adquirido, era evidente la imposibilidad de hacer algo ya por sofocarlo: el nuevo comedor, sobresaliendo al costado del edificio en la planta baja, ardía de punta a punta, indicando que el fuego subiría rápidamente, si aún no lo había hecho, a la sala de estar del segundo piso, contigua a nuestro dormitorio, y de ahí al tercero de las mujeres, atraído por el tiraje que le proporcionaban las anchas escaleras del edificio, todo de madera al que estaba unido… Era cuestión de minutos, los indispensables para ponerse a salvo como se pudiera ya que nunca se había hecho un ensayo para tal emergencia. Sólo se había previsto últimamente una puerta de escape en el dormitorio femenino, el más alto y expuesto de todos.
Recuerdo que uno de mis compañeros de cuarto, con espíritu y experiencia bomberil, se lanzó en ayuda de las muchachas del tercer piso, seguido de otro, que en él tenía a sus dos niñas pequeñas, ambos aprovechando la última escala que aún estaba intacta, un tercero no supe que hizo, a parte de mascullar palabras en alemán, mientras yo dándome cuenta que empezaban a aparecer llamas hacia el lado de la sala de estar, lo que cortaba por ahí todo intento de escape, grité varias veces a los que se atropellaban en la oscuridad del gran dormitorio, que había que salir por los baños de atrás, donde había otra pequeña ventana que daba a poca altura del cerro, yo y mi hijo también transpusimos a tientas aquel estrecho pasillo, hallándonos luego afuera, junto a los demás, parados a cierta distancia del edificio en llamas, en medio de la nieve.
Estábamos todos, cerca de setenta personas, incluyendo niños. Nos fuimos reconociendo entre resplandores. Todos estábamos en pijama o en ropas de dormir, con excepción se recordará de mi hijo, quien durmió esa noche vestido. Casi ignorantes del frío de esa hora, 2:30 o 3 de la madrugada permanecimos todavía largo rato contemplando el fuego devorador que se llevaba al amplio Refugio.
Según cuenta mi hijo, luego de dejarlo en el cerro cerca de la ventana por donde escapáramos, yo volví a entrar al Refugio con la esperanza de salvar alguna de nuestras pertenencias. Yo le habría relatado días después que habiendo cruzado el baño, entré en el pasillo donde por un lado estaban las literas corridas, de dos hiladas, y por el otro los dormitorios de seis camas en camarotes. Ya ahí el humo era tan espeso que empecé a asfixiarme y apenas alcance a llegar al dormitorio de Directores donde solo un momento antes dormíamos plácidamente. Luego de tomar en la oscuridad y el humo, algunas cosas que se toparon con mis manos sobre las camas, volví a salir hacia la pequeña ventana para salir al cerro junto a mis afligidos compañeros y donde mi hijo me esperaba asustado y ansioso. Antes de salir me habría venido un exceso de tos que me hizo desintoxicar un poco mis pulmones y recuperar fuerzas.
El cielo estaba estrellado y en otras circunstancias habría sido una noche hermosa. Mi fugaz pensamiento duró solo un segundo porque entonces vino la explosión interior que envolvió el Refugio entero y nos hizo retroceder. Eran los tambores de bencina de la bodega y sala de motor, que había debajo de nuestro cuarto; un disco ardiente salió disparado desde el inmenso bolsón de humo y llamas que se levantó, rasgando el firmamento. Sólo entonces sentimos el hielo de la nieve en nuestros pies, el frío intenso en nuestras espaldas, la necesidad de buscar amparo en otro refugio cercano que amistosamente nos llamaba… El resto, fue una amarga desvelada. Una fría y negra noche, con fuego en la montaña.
Queríamos a ese Refugio, como a un segundo hogar o la casa materna. Tal vez por los múltiples agrados que nos ofrecía, a cambio de lo que con los años le habíamos entregado. Varios de los que apresuradamente debimos abandonarlo en su última noche, lo habíamos visto nacer, cuando sus primeros palos y su techo de cuatro aguas empezó a surgir en el solitario paraje de aquel rincón cordillerano de Lagunillas, en que sólo existía una mísera majada de cabras, la que era desalojada en las primeras nieves de invierno.
La distancia entonces desde San José de Maipo parecía enorme, requiriéndose unas cuatro horas de buena caminata o a lomo de mula para llegar ahí, por huellas y lomajes, por barro y nieve, siempre que no hubiese retardos por mal tiempo. Los materiales de construcción, los víveres y otros pertrechos, fueron trasladados en igual forma, por mas de una década, antes de poder usar los iniciales tramos del postergado camino. Cuando éste comenzó a avanzar, fueron levantándose otras casas de montaña en los contornos, las que no pasaban de seis u ocho al incendiarse la nuestra, en Septiembre de 1951, ya convertida en un espacioso Refugio. El primitivo y modesto casucho, al que por su pequeñez y su techo en punta apodamos al comienzo “el paraguas”, había crecido a la par que nuestro Club. De su capacidad inicial, para unos 15 o 18 alojados, llegó a la de más de un centenar el último tiempo.
En su primer y único ambiente, sólo contaba con lo indispensable: una rústica mesa con banquetas, la tarima para dormir, la buena estufa a leña, el estante, un reloj cucú, demasiado grande y sonoro para tan estrecho cuarto, el estante y la gran lámpara a parafina colgada al centro, bajo cuya hermosa pantalla opalina, nos reuníamos en el temprano anochecer a charlar, después de la diaria práctica de esquí, aquellas fueron unas tertulias inolvidables. En las breves estadías, el agua había que salir a buscarla a la vega vecina, los alimentos y el café se calentaban en la estufa y en los demás menesteres cada cual se las arreglaba o… salía al cerro. Sin embargo, todo nos parecía grato, funcional, novedoso y juvenil, al extremo de empezar a sentir un gran apego por el pionero y minúsculo Refugio, que nos atraía con su doméstica tibieza, su sencilla intimidad y su apartado aislamiento, como si entre sus desnudas paredes fuese más fácil la camaradería y el buen ánimo para mejorar su desmañado aspecto.
Así fue como nos impulsó a darle un carácter mas amable, mas propio del lugar donde se hallaba y del sano y jovial espíritu de los que en él nos albergábamos. Aparecieron entonces sus primeros toques de adorno, las alegres cortinillas y el mantel que las muchachas confeccionaron, éste o aquel implemento montañés colgando en sus maderas y, el ramito de flores silvestres en la mesa… (recuerdo, casi con ternura, el friso en papel azul que punté con motivos nevados, para decorarlo…) Se hizo entonces más grato y acogedor, se diría que simpático: luego empezó a hacerse suficiente para albergar a todos los que, en los invernales fines de semana, acudían a él, por lo que iniciamos en el verano siguiente “los sábados de trabajos voluntarios”. Jornadas a chuzo y pala con que le quitamos unos cuantos metros al cerro para agrandar el dormitorio.
Fue la primera ampliación, después vendrían otras: hacia arriba para, el departamento femenino, hacia la quebrada, para asomar hacia ella una terraza con vista a las canchas de esquí (aprovechando el espacio inferior para instalar la cocina), hacia abajo incluso, reforzando con pilares, donde se instaló la bodega y otros servicios subterráneos. Tales ensanches, en los que figuró un “bowindow” de agrado, un taller de reparaciones de esquís y otras mejoras, fueron de gran utilidad, pero… sin sentido estético, por lo que el antiguo casucho, dotado además de un comedor adosado, de piedra, por ser un material más seguro que la madera, y por donde, irónicamente, comenzó el incendio, terminó por convertirse en un desproporcionado caserón, lleno de parches y salientes que, hay que reconocerlo, pasó a ser “el feo de la familia” en el reducido poblado montañés de Lagunillas.
No obstante, su gracia y belleza estaba por dentro. No en el moblaje o sus sencillos adornos, sino en el aire familiar que en él se respiraba, pareciendo que de cada uno de sus rincones y vericuetos surgía la acogida amable, o se aposaba la quietud relajante que invitaba a disfrutarlo, aunque sus dependencias estuviesen atochadas de gente alegre y bullanguera, de juventud deportiva, inquieta y trajinante. En tales momentos y en tal compañía daba la idea de que el Refugio se hacía más grande, más cálido y amistoso, como si entre sus rústicas paredes se le hubiesen ido incubando, con el tiempo y la convivencia con sus adeptos, humanos sentimientos. Algo en él hacía más gratas las veladas, más frescas y espontáneas las risas y las conversaciones, más propensa e inmediata la camaradería, y hasta la nota de humor surgida en el extremo de una mesa, o del ocasional ritmo en el ronroneo de una acordeón, parecían tener mayor gracia y sabor bajo su techo. Y cuando las circunstancias se tornaban adversas, un enfermo o accidentado, la espera inquietante de alguien retrasado por el mal tiempo, o un posible extraviado, se tornaba serio, eficiente, como presto a dar y facilitar lo que fuese necesario para ayudar a enfrentar la emergencia, como indicando a los que en él se hallaban, o a él acudían, que allí se podía contar con la disposición solidaria y efectiva que el caso requería. Lo que también era hermoso.
Es difícil explicar en qué consistían sus raras cualidades, de donde le salía ese atractivo, que hasta a los niños cautivaba; no diré en la temporada invernal, cuando los chicos gozan con la nieve, sino en pleno verano, cuando sin su habitual concurrencia, se mostraba solo y silencioso, como los demás refugios en medio de los florecidos lomajes de los cerros. Entonces, al llegar a él con nuestros hijos, para dejarlos ahí unas semanas de saludables vacaciones cordilleranas, el Refugio se veía inmenso, fresco y calladamente apacible, como una casa solariega, ofreciendo a los pequeños el embrujo de sus amplios espacios libres, de sus mágicas penumbras, de sus escalas y escondrijos que como fuente de travesuras, echaba a correr tras ellos el retumbe de sus pisadas y el alegre acorde de sus risas y chillidos de ratoncillos…
Al regreso, y ya distantes aún le gritaban los chicos sus adioses al paternal Refugio, como a un abuelo bondadoso y querendón. ¡Quién no lo hacía!… Después de estar en él, aunque fuese una vez, se sentía ganado por ese “algo” que poseía, despertando el deseo de volver. Raramente se partía sin darle una mirada de despedida desde el último recodo del camino. Y si la ausencia se prolongaba o el alejamiento era más allá de las fronteras, en cada carta o postal que llegaba venía la parrafada o el afectuoso saludo para él, cuando no era la tarjeta o el cable especial que le llegaba en Fiestas Patrias, como a un recordado compañero de montaña, “…sueño con esa esquina del Refugio, decía una de esas cartas, donde está esa mesa acogedora para copuchar y desde donde se dominan las montañas y los últimos costalazos de los rezagados…” Quien enviaba estas añoranzas era uno de los nuestros, el “mono” Latrille, piloto de la RAF. en la Segunda Guerra Mundial, cuya misiva llegó a nuestras manos cuatro días después de saberse la noticia de que su avión había sido abatido en algún punto de Europa… En la aislada soledad de aquel estío, el Refugio, a la par de los que perdíamos al amigo debe haber sentido el apretón del duro golpe, porque también era uno de los suyos. Uno que en la riesgosa distancia lo llevaba, según sus postreras líneas, entre sus mejores recuerdos.
Hubo otros casos emotivos; hubo también anécdotas, hechos y cosas curiosas que quedaron ligadas al desaparecido Refugio. Fueron infinitas, la mayoría joviales y pintorescas, de gracia y colorido, de todo tipo y sabor. En sus grandes libros de visitas, fueron 4 o 5 que quedaron estampadas bajo firma miles de frases reconocidas, inspirados versos y escritos, alusivas notas y dibujos que fijaban la fecha de una estadía, un instante vivido, la característica o la gracia de tal o cual grupo, de este o aquel personaje allí conocidos: “¿te acuerdas de los primeros concesionarios, don Fito y su señora, con su rico vino caliente en las noches de invierno?… ¿conociste a ese muchacho gordito de ojos claros que nos tubo entretenidos durante esos tres días de intensa nevazón con su arte de modelar miniaturas con miga de pan?… ¿o a ese simpático peruano que recorría todo el Refugio con su acordeón, a la cabeza de los que le seguían cantando “El pobre pollo”?… ¿recuerdan al “cholito Gutiérrez”, al que siempre le pedíamos declamar “El gran cocorocó”?… Ah!, ¿y al gordo Palma, que aparte de recitar “El ojo” (…aquel que Víctor Hugo nos bosqueja fijo, inexorable, miraba a la vieja!) le gustaba disfrazarse, y una vez caracterizado de Jorobado de Notre Dame o Cuasimodo, le dio un tremendo susto a las muchachas?…” Así, tantos: los suizos acordeonistas, el coro de las 4 hermanas Hameau, el pintoresco “Guaso Vargas”…
Y hechos, tantos hechos y casos, que dejaron memoria: el famoso bluf de los perdidos que inventó en pleno invierno un concesionario nuevo, con la tonta idea de “hacer propaganda” a Lagunillas, sin medir las graves consecuencias que pudo tener la vez que cayó el gran rodado de nieve, sin tocar el Refugio, la tragicómica “excursión accidentada” desde él al otro pequeño Refugio de Piuquencillos, publicada en la prensa por uno de los protagonistas nuestro Premio Nacional de Literatura, Manuel Rojas.
El más insólito de todos tal vez, el caso del Piano subido en mula al Refugio (2000 mts. de altura), que es digno de conocerse en detalle: “El curioso asunto comenzó con el inesperado romance que una chica de descendencia europea, Margarita X., vivió al hallarse ocasionalmente pasando una semana de vacaciones en el Refugio. Impresionada talvez por el apartado y grato ambiente (aún no existía camino) y por las felices horas que en él había disfrutado, a su regreso quiso agradecerle, al mudo testigo y confidente, la inolvidable estadía que le había brindado; y, no hallando otra cosa mejor con qué hacerlo, tuvo la peregrina idea de regalarle “un Piano”. Romántico y bello gesto; pero el desproporcionado obsequio tuvo que ser trasladado, hasta las alturas del Refugio, en medio de inesperadas incidencias.
Desde luego, hubo que buscar entre los mulares del Cajón del Maipo, el animal de carga más apropiado para portarlo, consiguiéndose allá por San Gabriel, un robusto “macho” que, con la insólita carga, echó a andar cerro arriba, arreado por los muleros y algunos acompañantes, sin presentar al comienzo mayores dificultades. Pero, a mitad del recorrido, cuando talvez el mulo empezaba a cansarse, el pobre dio un tropezón y, con el violento chasquido de cuerdas que sintió sobre sus lomos, se quedó paralizado… Pasada su primera impresión y acallado el vibrar del instrumento, reinició la marcha, pero tramos mas allá volvió a tropezar, y su desconcierto fue mayor. Las repentinas sonajeras del encordado y las resonancias que le seguían, lo inquietaban a ojos vista, debiendo sus acompañantes, comprensivamente, dejar que ellas se apagasen totalmente y él se tranquilizara, para hacerlo seguir. Pero como esto siguiera repitiéndose, el irracional terminó por ponerse receloso, desconfiado de cada piedra que se le ponía por delante, y cuando venía el misterioso estruendo, se paraba en seco, tieso y abierto de patas como caballo de palo, mientras sus peludas orejas se volvían locas apuntando en todas direcciones, causando la incontenible hilaridad de los que íbamos con él… Sus cómicas tribulaciones, terminaron por hacer cortas y divertidas las casi 6 horas que duró la subida. Y entre repentinas detenciones y estruendosas carcajadas, el dichoso Piano llegó sano y salvo al Refugio. No así, el pobre bruto, que librado al fin de tan perturbadora carga, se quedó el resto de la tarde en las afueras, quieto y atontado, a la espera de ser devuelto a sus tranquilos rediles”.
El epílogo de esta insólita humorada fue que, una vez instalado en el Refugio y pasada la novedad de tener aquel instrumento de salón en plena cordillera, se fue deteriorando con el excesivo uso y maltrato de los que no sabían tocarlo, al extremo de que se vio desvencijado, de tal modo que ya flojas o perdidas varias de sus teclas, marcadas de rosetas y rayas sus otrora brillantes maderas, y casi borradas las alpinas flores de “edelweis” que lo adornaban, preferimos darle un fin honroso, antes de que su ruina fuese total; y una noche de aniversario patrio, fue a alimentar la tradicional Fogata Andina que se prendía en esa fecha frente al Refugio, donde, entre petardos y fuegos artificiales, lanzó al aire las últimas notas de su encordado, en una extraña sinfonía wagneriana…
iQué de recuerdos!… iCuánta curiosa historia! El Refugio, al término de su particular y enriquecida vida, ya era un señalado personaje, casi legendario. Habíase ganado todas las voluntades, todo el afecto y el respeto a que podía aspirar entre sus congéneres. Ya se le consideraba un amigo, tan generoso y confiable, como el mejor de los camaradas de montaña.
“(Creo que exageras… Un refugio, una casa o cualquier bien material, por bello y útil que sea, no llega a ser tan extraordinario…)”
Es posible… pero éste lo era. Tenía ese “no sé qué” que poseen algunas cosas u objetos inanimados que nos rodean, ese cierto carácter o personalidad que nos hace apegarnos a ellas y hasta quererlas, (“el alma” de los materiales inertes, como decía un respetable arquitecto). En ocasiones, parecía expresar su acercamiento, hacer sentir su intento de comunicación. Ya, al estar en él, percibía esta sensación y acudía a mi memoria un apartado y pequeño patio que, allá por mi lejana niñez, había al fondo de mi casa: allí en su sosegada semipenumbra, aunque hubiese otras personas, captaba aquello tan misteriosamente sutil; y cuando podía, solía irme a ese lugar para quedarme, a veces horas enteras, absorto y atraído por lo que parecían decirme su tapia y sus rincones que, como invisibles compañeros de juegos, compartían conmigo algo muy especial…
Por esto, y por todo lo anterior, fue hondamente penoso verlo desaparecer. Y si en la apresurada huida, cuando debimos abandonarlo a su suerte, sin poder hacer nada por él, y logramos ponernos todos a salvo, algunos sólo en el último instante, se debió, creo yo, a que en ese “no sé qué”, en su carisma o lo que fuere, tuvo también alguna fuerza protectora que impidió, o por lo menos contuvo, que el fuego devorador llegase a atrapar a los que, por involuntario retraso, aún estaban dentro. Porque se dio el caso que, segundos después de que el último que saltara hacia el cerro, desde la ventana trasera, ésta se vio envuelta por el fogonazo de la explosión interior, que determinó su fin.
Como un patriarca, noble, digno y protector, fue, hasta en su postrer momento, lo que se podría llamar iUn Señor Refugio!.
HUMBERTO ESPINOSA CORREA
SOCIO FUNDADOR Y HONORARIO
CLUB ANDINO DE CHILE